Foto: Yuyanapaq |
¿Cuántos muertos legales más se necesitan para que
finalmente la sociedad civil se movilice y exija el cese de la violencia?
¿Cuándo será que los ciudadanos peruanos sean capaces de pedir reine la paz
social? ¿Qué ha sucedido para que a nadie pareciera interesarle cuando la
televisión criolla muestra a varias personas cargando a un muerto más? ¿Qué nos
ha pasado para ser extremadamente insensibles? ¿Hemos perdido acaso la
sensibilidad humana y nada nos interesa si hay uno, dos, tres, cuatro muertos
más? ¿Cuál es el análisis de los sicólogos y siquiatras? ¿Qué han dicho los
científicos sociales, politólogos y analistas de esta permanente horrenda realidad?
Frente a estas
preguntas, que seguramente se hacen muchas personas que todavía no han perdido el
sentido común y humano de la vida, les resulta difícil contestar a cada una de
ellas. Pero es responsabilidad de cualquier escritor que tiene acceso ahora a
las redes sociales, emitir una opinión. No es posible que nos acostumbremos a
ver cada cierto tiempo a un muerto más, como si no se tratara de un ser humano,
de un peruano como cualquiera de nosotros con derecho a vivir en un mundo
tolerante, no importa cualquiera sea la extracción social, apellido y cultura
de la persona. Los medios controlados, casi todos, por mercaderes y no por periodistas profesionales, no
censuran ni protestan.
Al
contrario, mediante comentarios sibilinos y deshumanizados, el poder mediático
y subordinado al proceso de acumulación de capital, especialmente la
televisión: minimiza el dolor, manipula el sentimiento humano, negocia la
violencia con publicidad, usa el miedo, opera para llegar a la
subconciencia colectiva y enajena,
administra la amenaza, ablanda la protesta, maniobra para que no haya culpables.
Todos los días adormece la conciencia popular y opera a su libre albedrío,
nadie le pide que diga la verdad. El lenguaje es falaz y calculado para que
nadie pregunte: ¿quién ha muerto?, ¿por qué lo han matado?, ¿no era acaso un
hombre que tenía derecho a vivir aún en medio de un país donde se repite que ha
crecido la economía? ¿A quién le interesa que no haya ni un muerto más? Parece
que a nadie.
La respuesta
oficial sería: todo es legal, ninguna muerte está fuera de la ley, del
ejercicio de la libertad, de la vigencia de la democracia y sobre todo se mata al amparo de la Constitución Política
del Perú. A nadie se le puede enjuiciar por ningún muerto. Cada fuerza cumple
con la labor que le encarga la “democracia”: además, todos los muertos tienen
la culpa, ninguno estaba allí para ver lo que ocurría, sino para entorpecer el
libre tránsito de los ciudadanos, para subvertir la paz social. ¿Para qué
protestan los ciudadanos si saben que los van matar? Cada vez que salen a las
calles “los revoltosos sin causa”, “los sinvergüenzas que queman llantas”, “los
agitadores solapados”, es preciso matarlos tantas veces sea necesario. Hubo un Ministro
del Interior que dijo: “Lo que pasa es que están buscando un muerto”. Un político
de la derecha peruana declaró: “No estarán contentos hasta no tener un muerto.
Ya veremos cuando tengan más de tres”.
¿Dónde está el Estado Peruano? Sin duda
secuestrado en Lima, atrapado desde 1821 por una sociedad de familias
descendientes de la aristocracia española y colonial, junto a sus nuevos aliados,
de acuerdo a intereses mutuos. De modo que cuando muere una persona ya sea en
la “sierra” o entre los “indígenas” de la selva, no interesa, mucho más
importante es que “el Perú siga creciendo para que haya con qué pagar la
política de inclusión social”. En otras palabras, el Estado-colonial y la
visión necrofílica, hace que se adopte esta clase de política mortícola contra
las grandes mayorías que con razón protestan. El método es: primero firmamos
las concesiones, publicamos los decretos, rematamos las materias primas, por si
acaso cobramos un poco y luego judicializamos los hechos. Como seguramente van
a salir a protestar, primero los matamos, después emitimos un comunicado
mentiroso, repartimos boletines de prensa. Luego si quieren pueden acudir al
Poder Judicial donde no serán atendidos de ninguna manera.
¿Cuántas
personas han muerto en los dos regímenes de Alan García y Alejandro Toledo
Manrique? ¿Quiénes de los que fueron ministros o ministras del Interior están
siendo procesados? Nadie, todos sabían que no les pasaría nada porque solo
“aplicaron la norma en razón de las circunstancias”. Y, ¿ahora? ¿Qué ocurre ahora
con las viudas y niños huérfanos de los muertos que cargan en las espaldas?
¿Tienen asistencia del Estado-colonial? No. Ni a García ni a Toledo y mucho
menos a sus ministros, le interesa que hayan quedado en la más horrenda
orfandad, que crezcan dolidos y amargados. Han servido a una deshumanizada
forma de gobernar y sembrando muertos.
Máximo
Gonzales Huamán, era un humilde trabajador peruano de una empresa minera,
estaba casado con Elsa Huayllinos Sosa, con quien tiene tres hijos: uno de
catorce, otro de ocho y un bebé de tres meses. Según la versión de los
testimonios, entre ellos de Isabel Montalvo Recuay; Máximo Gonzales Huamán fue
arrojado con vida por la policía al río, por lo que murió ahogado. Gonzales
solo atravesaba el puente para regresar a su casa, pero fue atrapado para
amedrentar a la turba y, el día 29 de agosto fue arrojado al caudaloso río
desde el puente Stuart. Ubicado el cadáver, Elsa Huayllinos Sosa, con su bebé
en los brazos pidió que por lo menos se sancionara a los culpables. Rosa
Galarza, fiscal provincial de Jauja solo atinó a decirle que se investigarían
los hechos. Ya se sabe que no habrá culpables, como siempre.
¿Cuántos
trabajadores más como Máximo Gonzales Huamán deben ser ahogados en la vorágine
de la violencia y muerte legal?, ¿cuántas mujeres humildes más como Elsa Huayllinos
Sosa, deben quedar viudas y en el más horrible desamparo social?, ¿cuántos
niños y niñas peruanas más deber quedar huérfanas y sin posibilidades de salir
de la pobreza? ¿Qué logros se pueden mostrar después de la llamada “Ley de
muerte por Alan García”? ¿Se ha logrado establecer una política de contención
del descontento popular frente a la depredación y enajenación de la soberanía
peruana? Tal parece que no, que tampoco servirá para el futuro y menos para
educar, establecer el diálogo y reconstruir el tejido social dañado.
Es
increíble, pero ya no nos duele un muerto más, no sentimos pena ni lástima por
la muerte legal de nadie. Nos han deshumanizado hasta los tuétanos, nos han
persuadido mal, atemorizado a diario, amenazado en todos los idiomas: “quien
protesta se muere”. Nos han hecho saber que los muertos eran personas que no
valían nada, que sus vidas “eran un estorbo para el desarrollo y las grandes
inversiones que traen progreso al Perú”. Esta visión necrofílica a cerca de la
vida en el Perú empezó con la invasión española. Durante la Colonia mataron a millones
de peruanos en las minas de Potosí, a quienes despectivamente llamaban indios.
Ahí está la raíz de una mentalidad que ha corroído nuestra personalidad
colectiva. Durante la vigencia de la República han muerto miles de campesinos que
defendieron sus tierras, sus familias y lucharon para tener acceso a la
educación y a la libertad.
Todos los
hechos de violencia, han marcado una historia de sucesivos golpes de Estado, tiranías
sangrientas, anarquía y cobardía, crisis sociales, prepotencia, abuso,
crímenes, despojos, iniquidad, injusticia, corrupción, intemperancia,
atropellos a los derechos civiles y ciudadanos. Sin olvidar la violencia y
muertes de parte de quienes se enrolaron en una doctrina política y práctica
polpotiana de horror y crímenes; así como también a la ejecución de un demostrado
terrorismo de Estado, por lo que cumple una condena ejemplar el expresidente
Alberto Fujimori Fujimori más otras personas implicadas en acciones criminales.
¿Qué hacer
para que no haya ni una muerte más? Todos los signos indican que nada ni nadie
podrá poner fin a un ciclo de violencia legal, que tiene en su haber muchos
muertos. Ese ciclo debe acabar y cuantos más antes, mejor. ¿Quiénes son los
llamados a reclamar paz y tolerancia, diálogo y justicia? Esa es la cuestión,
primero habrá que reconocernos lo que somos para pensar en lo que debemos ser.
Superar todos los desencantos colectivos, las frustraciones ciudadanas para desterrar
todas las amarguras. Hoy que no hay partidos políticos y los que existen han
envejecido y claudicado. Ahora más que nunca, nos hace falta un líder que nos
hable desde la esperanza, alguien que además sea capaz de forjar una nueva
utopía social para el siglo XXI. Solo si logra convocar a las grandes mayorías
desamparadas y pauperizadas para una cruzada descolonizante y realizar los
cambios sociales, se podrá tener fe en el futuro y matar a la muerte legal para
siempre.
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