La primera
extorsión, chantaje, amenaza, traición, lucro y asesinato oficial, se registró
en Cajamarca con la invasión española y arbitraria detención del último inca
Atahualpa. La extorsión al empezar y durante el dominio del reino de España,
era un delito debidamente tipificado, penado. De modo que quienes extorsionaron
al inca y después formularon “el primer histórico juicio injusto de América”,
sabían muy bien lo que hacían. Tanto Francisco Pizarro, Hernando de Luque, pero
mucho más el cura Vicente Valverde, eran concientes de sus acciones de carácter
agresor, político y guerrero, era un pecado mortal según la mentalidad
cristiana de la época. Sabían que se trataba de una injusta invasión de un
pueblo contra otro, que no tenían derecho para actuar como lo
hicieron.
Lo que no se dice es que el cura Vicente Valverde, en todo momento estuvo de
acuerdo con el asesinato de Atahualpa. Como socio en un acto de lucro pactado
en Panamá, no podía estar en desacuerdo con ellos. Para los tres socios, el
asunto de fondo era llegar a un “imperio donde el oro y plata abundaban”.
Estaban dispuestos a eliminar a quienes se opusieran a sus planes. Ellos eran
cristianos, conquistadores y poderosos. Los habitantes de América y el Perú,
indios, sin alma, sin derechos, eran los invadidos, los
conquistados.
Tal como sucede ahora, un acto de extorsión era (y es) una acción que consiste
en obligar a una persona usando la amenaza, violencia o intimidación, a
realizar un acto contra su voluntad. Es llevar a cabo un acto ilícito con un
evidente propósito de lucro. La intención final de Pizarro era perjudicar el
patrimonio ajeno en beneficio personal y del rey de España. El elemento de la
parte objetiva fue el uso de la violencia e intimidación. ¿Por qué un abogado,
un jurista peruano inteligente no escribe un libro respecto al injusto juicio a
Atahualpa? Ese sería sin duda un gran libro para reeducar la mentalidad
derrotista, colonizada, con una pésima auto estima histórica en la que se
deforman niños y jóvenes peruanos.
El cura Vicente Valverde acompañó a
Pizarro al mando de ambiciosos soldados mercenarios, persuadidos que en vez de
una paga miserable, recibirían oro por el arrojo y mayores muertes causadas. Llegaron
a Cajamarca el 15 de noviembre de 1532 y al día siguiente el inca Atahualpa
entró a la plaza, confiado en la invitación y señal de amistad que le hiciera
llegar Pizarro. Nadie se presentó para recibirlo y de acuerdo a los planes de
éste, (como bien asimilados consejos de Hernán Cortés con la experiencia de
México), de pronto apareció Valverde vestido con hábito de dominico, llevaba
una cruz de metal en su mano derecha y un breviario en la izquierda, le
acompañaba un ayudante que llevó el mensaje el día anterior a Atahualpa y un
joven de origen tallán llamado Martinillo.
El inca no entendió nada y empezó a preguntar de qué se trataba, quién era ese
extraño que le hablaba así. Martinillo tradujo la perorata pero para Atahualpa
significó una orden. Sin duda se trataba de una cuestión imperativa frente a un
soberano, a un inca victorioso y todopoderoso. Recibió el libro y muy
disgustado lo arrojó al suelo. Se paró en su litera y le reclamó el maltrato
que habían cometido los españoles contra algunos caciques que los habían
recibido generosamente. El inca dio un paso sobre la litera y el cura Valverde
retrocedió. De ponto corrió hacia donde estaba escondido Pizarro y al llegar le
dijo:
“Este perro”. Mirando a los soldados les dijo que no había otra acción más que
vengar una afrenta tan grave a Dios, que absolvería a todos y se irán al cielo,
que Dios iluminaba las mentes para dar una lección a los indios paganos.
Pizarro ordenó que no mataran al inca y para defenderlo de un posible error o
intentara escapar, aleccionó a veinte criados al mando Miguel Estete, Alonso de
Mesa y Diego de Trujillo, para que preservaran su integridad a toda costa.
Nunca se supo cuántos peruanos murieron en la plaza de Cajamarca, los cronistas
españoles justificaron la masacre y traición. No han faltado historiadores
prohispanos que inventaron el hecho de que Atahualpa, “arrojó la Biblia al
suelo al sentir que no escuchaba nada, porque Valverde le dijo que era la
palabra de Dios”.
Por supuesto que los historiadores de la coloniedad y prohispanos escriben así:
“La conquista del Perú fue un hecho histórico que permitió la evangelización de
los indios, así como se estableciera una Colonia próspera en ultramar.
Francisco Pizarro, el conquistador del Perú fundó varias ciudades, estableció
como capital del virreinato la ciudad de Lima”. ¿Para qué más? No dicen que
Francisco Pizarro armó una celada y un acto de traición, que Valverde azuzó un
genocidio y menos que le llamara “perro” al inca Atahualpa. La palabra perro
curiosamente no está registrada en la Vigésima Segunda Edición del Diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española. No importa, ya sabemos de qué animal
se trata.
Lo que llama la atención es la coincidencia del uso de esta palabra como
insulto en relación a Cajamarca y a la Historia del Perú. El cura Valverde
llamó perro al inca Atahualpa hace 477 años. Un policía usó la palabra perro
durante la detención del sacerdote Marco Arana. Dos curas, uno agraviando y el
otro agraviado. Sin embargo, ni Atahualpa era un perro y menos Arana. ¿Quién
iba a imaginar que después de tantos años, en Cajamarca se decidiría también el
futuro del Perú? Ya leeremos cómo escribirán los historiadores desde la
perspectiva de la descolonización ideológica o habrá quienes mantengan intacto
“El síndrome de la Colonia” y sin duda el insoportable, fétido temor a decir la
verdad. Ya veremos. (11 de julio del 2012).
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