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miércoles, 25 de julio de 2012

EL NARRADOR, LA CORDILLERA Y LAS PALABRAS

Pedro Vilcapaza (óleo de Moshó)

Primero apareció el libro “Resurrección de los muertos” en el año 2010, de Gamaliel Churata a cargo del crítico y peruanista italiano Riccardo Badini, en una edición crítica muy bien cuidada y financiada por la Asamblea Nacional de Rectores. Luego la extraordinaria edición de “El pez de oro” (A.F.A Editores Importadores, Lima, 2011), que viene a ser el segundo libro que pertenece al  escritor puneño y que tiene también una edición crítica. Ambos hechos tienen una gran importancia para la cultura literaria peruana, porque así se rompe la distancia con los lectores que no hablan quechua ni aymara. Y ahora, se puede llegar a la esencia de la maravillosa narrativa de Lizandro Luna debido a este mismo proceso dialéctico de resemantización y refonemización, tratamiento lingüístico que también que someterse escritores puneños como Francisco Chuquihuanca, Manuel Núñez Butrón, Inocencio Mamani, Mateo Jayka (Víctor Enríquez Saavedra), Aurelio Martínez, J. Alberto Cuentas Zavala, Andrés Dávila, Eustaquio Qallata (Román Saavedra), Julián Palacios Ríos y Héctor Estrada Serrano, entre otros.
    No es fácil conseguir una edición en la que finalmente se pueda traducir lo que quiso decir, lo que dijo realmente y lo que se supone haya querido expresar el escritor al recurrir a un idioma de su entorno cultural dominante. En este caso se trata del quechua y el aymara, que sin duda enriquecen una literatura, que no pudo quedar inscrita solamente en el idioma oficial como es el español. Como es sabido, la diglosia cultural ha merecido trabajos de investigación muy logrados, cuyos conceptos no vamos a repetir, pero sí decir que es una realidad lingüística que todavía no ha merecido un estudio singular de parte de los investigadores sociales puneños. Ya vendrán, todo a su tiempo.
    Durante mucho tiempo, la crítica literaria con rasgos colonializante, racista, discriminatoria y parasitaria, sostuvo que los escritores bilingües o trilingües, no tendrían un espacio en la literatura oficial, desarrollada de acuerdo a los cánones de cátedra universitaria y odioso criterio eurocentrista. Menos aún quienes se atrevan a realizar un ejercicio de escritura híbrida. Desde el poder lingüístico colonizante se les ha llamado indigenistas a quienes usaban términos del quechua y aymara, de modo que de hecho estaban desahuciados, pero mucho más quienes se atrevían a hablar desde la perspectiva andina y peor si usaba la palabra indio.
     Esa categorización literaria corresponde a una clasificación desde el concepto de raza. La colonia clasificó a las personas como españoles, criollos, mestizos, cholos, negros e indios. ¿Cuánto ha variado este concepto y vigente desde hace más de cuatrocientos años? Muy poco. Pero también es posible afirmar que se han producido cambios sustanciales, debido fundamentalmente a los movimientos sociales, al avance de las conquistas científicas, a los permanentes desbordes populares, a las migraciones del campo a las ciudades, al desplazamiento forzoso y aportes de las ciencias sociales. Nadie hoy día podría decirle indio a un quechua o un aymara. Ellos tampoco, no se tratan de indio porque saben que es un insulto grave y ofensivo.
     No hay ningún quechua o aymara que se llame así mismo indio, salvo quienes pertenezcan a algunas ONGs o a una entidad internacional que usa este término para medrar en nombre de la otredad cultural mal entendida, pero más específicamente de una forma de pensar colonial. Tampoco hay escritores, novelistas o poetas que se autoproclamen o pidan que se les llame indio. Exigir ahora que a un escritor mestizo le llame indio es una impostura, una pose a destiempo, una búsqueda de identidad trasnochada en un mundo en el que la palabra indio solo existe, como rezago de la mentalidad hispano, criolla achorada y desfasada.  
    Es en este panorama amplio como novedoso que aparece este libro de narraciones de Lizandro Luna, escritor autodidacta que además escribió novelas, ensayos, panfletos, crónicas literarias y ejerció el periodismo cultural. No es difícil rastrear su formación y lecturas literarias por la cercanía del estilo poético y lenguaje, pero sobre todo por las menciones que aparecen en sus textos: Dante Alighieri, Azorín, Manuel González Prada, Ciro Alegría y sobre todo Federico More. Luna estudió primaria en Azángaro, secundaria en el Colegio Nacional San Carlos de Puno y decidió tener el oficio de agricultor profesional, habiendo cursado calificados estudios en la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria de Lima. A este hecho hay que añadir su infinita pasión por la lectura, los viajes, la buena bebida y exquisita comida.
      Ahora, como todo escritor, tendrá necesariamente que someterse a la nueva crítica literaria que cada día es más técnica, se alimenta de las ciencias sociales, de semiótica como de corrientes ideológicas contrapuestas y desarrolla un distinto concepto epistemológico. La crítica es ineludible como necesaria porque cumple una labor pedagógica y de difusión masiva. Pero no es posible escribir una crítica en referencia a Lizando Luna, con los instrumentos de análisis que ahora se tiene. El concepto de cuento ha variado enormemente, ahora el cuento tiene que dar vida a personajes reales o ficticios, tener una trama inteligente, un adecuado lenguaje y situarse en la nueva problemática de la condición humana, sino no es cuento.
     Lizandro Luna escribe narraciones de acuerdo a su época histórica y literaria; en otras palabras, así era como se escribía un cuento en los primeros años del siglo XX, primaba sin duda la descripción del paisaje y la forma poética sobre los demás conceptos, todo para agradar a los lectores. Luna sabía que lo leían, que era un escritor con evidente prestigio debido a sus desafíos al poder y a la corrupción. Se enfrentó a un prefecto de Puno a quien le puso la chapa de “El enano de sequía”. Por esos raros designios del destino tuvimos la ocasión de conocerlo, era abogado y pertenecía como oficial de alto grado al Ejército Peruano. Le preguntamos por Lizandro Luna y no le gustó, se enfadó y dijo que lo había calumniado. A lo que nosotros le contestamos que Luna lo había inmortalizado. En fin.
      Los temas de Lizandro Luna se refieren a la tragedia humana, a las personas que sobreviven en medio de una sociedad abolida por la coloniedad extrema. Sin embargo, su mirada es desde afuera no desde adentro, es claro que no pertenece a la “indiada”, como dice al “mar de indios de la cordillera”, es más bien un misti (mestizo) que describe, observa, detecta, señala, interpreta, explica, expone, descifra, reseña, delinea, traza, dibuja con palabras y pinta con expresiones poéticas un mundo que tampoco le es ajeno. Lizandro Luna no se siente indio, no es tampoco un indio que escribe o describe como indio, pero tampoco es indiferente a los sentimientos de los personajes que crea o recrea. No escribe como habla ni habla como escribe, la oralidad aunque está presente en todos los textos, no es esencial en su escritura de ficción o no ficción.
     Sin embargo, es posible aseverar que tres rasgos esenciales alimentan sus narraciones: La trágica, inhumana como horrenda vida rural de quechuas y aymaras, esquilmados por hacendados, convertidos en animales de carga, negados por el Estado y desterrados del territorio donde nacieron. La carencia de todos los beneficios de la modernidad, la miseria, la “extrema pobreza” como se dice ahora en que vive la mayoría de quechuas y aymaras. Retrata la estafa que resulta la República, la Nación y el Estado Peruano, para miles de “indios” diseminados en los contrafuertes del sur andino, cerros, pampas y al pie de los nevados que desaparecerán irremediablemente. ¿Cuánto ha cambiado esa realidad? Nada a causa de la coloniedad que vivió y vive la gran mayoría del Perú. Lizandro Luna, relató sin duda la pesadilla que significa ser “indio” en el Perú.
     Pero además se nutre de leyendas, narraciones orales, de actos mágicos que corresponden a la dialéctica andina y memoria atávica, da vida a  personajes míticos y mitológicos para entregar una versión poética de hechos que transcurren entre lo cotidiano y lo real maravilloso. Poesía, descripción del paisaje cordillerano, latidos de tiempo sideral, una visión del ensueño cósmico al pide la cordillera y lagos habitados por aves que regresan del otro lado del tiempo. Palabras debidamente escogidas para pintar paisajes etéreos, caminos donde la noche se convierte en una mariposa negra. Personas que existen no solo por la magia de las palabras, sino que además son de carne y hueso.      
    Basta, que ahora sea el lector quien descubra por sus propios medios otras virtudes de estos relatos que Lizandro Luna no les llamó cuentos, simplemente los escribió no para él sino para un público que no conocía la cordillerana realidad parecida al infierno. ¿Qué nos deja como lección histórica estos textos? Que el Perú no ha cambiado, que la coloniedad más bien se ha acentuado mucho más. Por tanto, el dolor humano de las grandes mayorías sigue siendo el mismo de hace siglos aunque haya variado el lenguaje. La modernidad fue una trampa y la posmodernidad reforzará las cadenas de millones de personas convertidas en nuevos pongos del siglo XXI.       
     Muy bien, habrá entonces que decir: gracias Lisandro, muchas gracias  por tanta verdad trágica de tus narraciones, porque así nos devuelves la conciencia dormida como efecto una la prensa mediática al servicio de la coloniedad cultural. Hace creer a mucha gente que el Perú ha desarrollado y progresará solo debido a las inversiones extranjeras. Y eso no es verdad. Gracias Lizando por poner el dedo donde más nos duele. Ojalá aprendamos la lección. Nunca es tarde.  (Lima, 25 de mayo del 2012). 

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